viernes, 30 de septiembre de 2011

La anciana

“El arte de envejecer es el arte
de conservar alguna esperanza”.

André Maurois
(1885-1967)
Novelista y ensayista francés


Con noble gesto,
sentada en el quicio de la portezuela
cose la sirvienta y fiel dama,
 de enredado moño
y cabello entrecano.
Mientras, gime la anciana
y balbucea con ganas
en lenguaje quebrado,
algo tan mágico como desconocido.
Y a bien,
que el chiquillo de ojos plomizos,
sentado a su lado,
recuerda su belleza
y su pelo liso por siempre anhelado.
 Adulado, estira el cuello para agrandar sus oídos,
deseando aprender de tal diálogo
tanto como de sus sentidos.
Y es amor lo que relata
la octogenaria señora,
pues de sus ojos se escapan lágrimas
que bañan el fino y blanco hilo
de su alma nostálgica.
Y cose con ahínco
la incipiente y princesa señora,
madre, esposa, abuela e ilustre dama,
 mezclando sus dedos entre aguja e hilo,
 sangre de sus recuerdos siempre vivos,
de ese amor que ensancha
el silencio sobre los segundos
en el tiempo de la eternidad de sus recuerdos.
Y, de vez en cuando, palpa al querubín
que, absorto, escupe moscas por su boca,
pues el dulzor de esas caricias es miel para
estas criaturas tan sumamente golosas.
Y, de repente, la madre naturaleza
proyecta su inmensidad ante la vieja,
y le lleva toda la esencia de su holgura
en un cofre de bellas formas,
entre cántaros de agua,
silbos de poesías,
fuego de libélulas
y pastos de tierras de amapolas.
Y el niño se esconde sobrecogido,
mientras la dulce princesa sigue zurciendo
y  balbuceando su pasado sin recato.
Nadie la entiende, ni tan siquiera
eso desea, pues por amor
selló su silencio al paraíso que le espera.
Y siente el agua mojar su frente arrugada,
 el fuego quemar sus dedos marchitos,
 cegar la tierra sus ojos dormidos,
y el silencio el silbo de un mirlo,
recordando ese abrazo en aquel octubre florido.
Tan sorda y ciega hilvana la anciana,
que la naturaleza se percata
 que perdió la vista y el habla
por ser gente sumamente sabia.
Y ella, la madre anciana,
sabe que el destino
siempre le habla y le guía
y eso le basta y le agrada,
pues cada segundo
es una sayuela más para aquel crío,
y un paso más para su adorada esperanza.
Cose la vieja con gozo,
con la madurez del tiempo
entre los agrietados surcos de su frente,
entregando sus manos al cielo
y pidiendo más hilos al alma.
Pues el frío invierno siempre llega
cuando las hojas de otoño ya se escapan
por el sendero de pasión de esta admirable señora,
que todos los días remienda y por amor espera
aquellos besos de pasión que siempre recuerda.
Y es sólo un momento de placer
lo que inmortaliza la bendita anciana,
pues los días y noches se han ido en vano,
como la hoja de una flor blanca
traída y llevada por el viento
en la eternidad de una mirada.

Derechos reservados del autor – @Poemas 2011
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Miguel Á. Bernao

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